Los dos lados del ladrillo
Iria Comesaña
Los edificios y sus inquilinos se complementan, se condicionan y se modifican mutuamente. En esta tesis, con mil aristas, ha centrado el arquitecto austriaco Markus Vorauer, de 32 años, un estudio sobre el Polígono Sur que analiza el proceso de segregación social que lo llevó a la marginación, y cómo sus habitantes mantuvieron esas diferencias e incluso crearon otras dentro del propio Polígono. Aspira a ser publicado por la Consejería de Vivienda.
Su análisis propone soluciones arquitectónicas, ya que revela cómo en su día las construcciones se modificaron en función de esos problemas: las mafias de la droga tenían escaleras traseras para huir de la Policía; los drogadictos vivían en trasteros o en pisos con puertas y ventanas tapiadas para parecer vacíos; los gitanos dedicados a la venta ambulante hacían trasteros en los patios... hasta los más normalizados cerraron con muros las zonas comunes “para sentirse seguros”.
Vorauer, que estudió en Sevilla de 2001 a 2003, quería hacer un trabajo integral y analizó primero las políticas de vivienda que enviaron allí a gente sin recursos y víctimas de las riadas de los 70. “Ahí empezó la distinción: primero se hicieron casas de emergencia –las casitas bajas de La Paz– y luego el polígono residencial de La Oliva, donde había que pagar entrada. Quienes tenían dinero se mudaron y en las casitas entró gente a la que se le pedía menos requisitos”. A medida que crecían Murillo, Machado, Martínez Montañés y Paz y Amistad, los vecinos se acomodaban al nivel que podían pagar y surgían clases sociales dentro del Polígono. Ya entonces, el muro de Hytasa y la vía del tren los aislaban del resto de Sevilla.
En 2004, Vorauer se pateó el Polígono “de fuera a dentro”. En una zona sobre la que el resto de la ciudad sólo conocía “cuentos”, también había leyendas sobre los que vivían más al sur: entró andando por el norte, La Oliva, y todos le preguntaban si pensaba seguir hacia Murillo. Y luego si de verdad iba a entrar en Martínez Montañés, la peor zona. “También allí la gente piensa que ellos son buenos y los malos son los demás”.
De Las Vegas le llamaron la atención las “fronteras simbólicas” para marcar el territorio: basura, coches quemados... pero no se sintió inseguro: “Se acercan a preguntarte porque no están acostumbrados a que entre nadie. Si te gritan te asustas, pero si les hablas no te matan”, ironiza. Es el resultado del abandono: la marginación se asume y se aprovecha, los vecinos dejan de pagar el alquiler y llega la impunidad. Se nota en los cambios urbanísticos arbitrarios.
Cuando Vorauer llegó, el Comisionado ya había logrado que la administración volviera a prestar servicios y trabajaba para implicar al que quisiera quedarse e incomodar al que no aceptara las reglas. “Es un proceso larguísimo y nunca se sabe si va a funcionar, pero es lo correcto, porque la gente que vive ahí no va a desaparecer”.
Vorauer cree que la Arquitectura puede ayudar más. Con espacios comunes atractivos que rompan la segregación interior del Polígono y más tarde atraigan al resto de la ciudad. Actividades económicas como los mercadillos ambulantes consiguen que el interés común diluya la desconfianza, igual que ocurre con el flamenco, tan presente en el barrio. “Si la gente viene un día, y otro y otro, se acaban rompiendo las fronteras simbólicas”. Hacen falta comercios, como farmacias o gimnasios, y algunos “trucos”, como vadenes para que no puedan entrar motos en los patios interiores de los bloques arreglados. Setos a poca altura para que nadie pueda esconderse, pero que rompan esos horizontes baldíos “infinitos” que se ven en el Polígono. Ayudaría cambiar la iluminación: “Hay farolas muy altas con luz amarilla, y la luz desde arriba crea sombras oscuras en la cara. Si fueran más bajas y de luz más clara no daría tanto miedo cruzarse con alguien por la noche”.
Su análisis propone soluciones arquitectónicas, ya que revela cómo en su día las construcciones se modificaron en función de esos problemas: las mafias de la droga tenían escaleras traseras para huir de la Policía; los drogadictos vivían en trasteros o en pisos con puertas y ventanas tapiadas para parecer vacíos; los gitanos dedicados a la venta ambulante hacían trasteros en los patios... hasta los más normalizados cerraron con muros las zonas comunes “para sentirse seguros”.
Vorauer, que estudió en Sevilla de 2001 a 2003, quería hacer un trabajo integral y analizó primero las políticas de vivienda que enviaron allí a gente sin recursos y víctimas de las riadas de los 70. “Ahí empezó la distinción: primero se hicieron casas de emergencia –las casitas bajas de La Paz– y luego el polígono residencial de La Oliva, donde había que pagar entrada. Quienes tenían dinero se mudaron y en las casitas entró gente a la que se le pedía menos requisitos”. A medida que crecían Murillo, Machado, Martínez Montañés y Paz y Amistad, los vecinos se acomodaban al nivel que podían pagar y surgían clases sociales dentro del Polígono. Ya entonces, el muro de Hytasa y la vía del tren los aislaban del resto de Sevilla.
En 2004, Vorauer se pateó el Polígono “de fuera a dentro”. En una zona sobre la que el resto de la ciudad sólo conocía “cuentos”, también había leyendas sobre los que vivían más al sur: entró andando por el norte, La Oliva, y todos le preguntaban si pensaba seguir hacia Murillo. Y luego si de verdad iba a entrar en Martínez Montañés, la peor zona. “También allí la gente piensa que ellos son buenos y los malos son los demás”.
De Las Vegas le llamaron la atención las “fronteras simbólicas” para marcar el territorio: basura, coches quemados... pero no se sintió inseguro: “Se acercan a preguntarte porque no están acostumbrados a que entre nadie. Si te gritan te asustas, pero si les hablas no te matan”, ironiza. Es el resultado del abandono: la marginación se asume y se aprovecha, los vecinos dejan de pagar el alquiler y llega la impunidad. Se nota en los cambios urbanísticos arbitrarios.
Cuando Vorauer llegó, el Comisionado ya había logrado que la administración volviera a prestar servicios y trabajaba para implicar al que quisiera quedarse e incomodar al que no aceptara las reglas. “Es un proceso larguísimo y nunca se sabe si va a funcionar, pero es lo correcto, porque la gente que vive ahí no va a desaparecer”.
Vorauer cree que la Arquitectura puede ayudar más. Con espacios comunes atractivos que rompan la segregación interior del Polígono y más tarde atraigan al resto de la ciudad. Actividades económicas como los mercadillos ambulantes consiguen que el interés común diluya la desconfianza, igual que ocurre con el flamenco, tan presente en el barrio. “Si la gente viene un día, y otro y otro, se acaban rompiendo las fronteras simbólicas”. Hacen falta comercios, como farmacias o gimnasios, y algunos “trucos”, como vadenes para que no puedan entrar motos en los patios interiores de los bloques arreglados. Setos a poca altura para que nadie pueda esconderse, pero que rompan esos horizontes baldíos “infinitos” que se ven en el Polígono. Ayudaría cambiar la iluminación: “Hay farolas muy altas con luz amarilla, y la luz desde arriba crea sombras oscuras en la cara. Si fueran más bajas y de luz más clara no daría tanto miedo cruzarse con alguien por la noche”.
1 Comentarios:
Hola, nos estamos intentado poner en contacto con Markus para una publicación de un artículo suyo, pero su correo nos falla, ¿nos lo podría facilitar?
un saludo
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